Alquien me comentaba hace poco, con tono de "curtido en mil batallas", que no creía que fuera posible un matrimonio para toda la vida, un amor para siempre, total, radical. Que quizá no hubiera más remedio que "estar juntos" una temporada, mientras fueran bien las cosas, y luego cada uno por su lado. Que era lo mejor, lo más realista.
Y me niego a creerlo. Totalmente. Rotundamente.
Y no porque sea un inconsciente, ignorante de las dificultades, de nuestras limitaciones, de nuestras fluctuaciones. Ni porque sea un soñador, de cuentos bonitos pero imposibles.
Me niego, en primer lugar, porque un amor de verdad tiene que ser así. Al menos, en la intención. No puedo querer con rotundidad si no es para siempre. Si no, estoy engañando. A mí, al otro.
Me niego porque lo he visto, y no una, sino muchas veces. He visto matrimonios que, a pesar de los pesares -que son, que hay, que habrá siempre-, no sólo sobreviven, sino que avanzan juntos, demostrando día a día que es posible, aunque se dejen jirones de sí mismos -que no pierden, sino que entregan al otro-.
Pero no es fácil. Hay que estar dispuesto a empezar cada día, a recomenzar continuamente. Y eso no es fácil. Para mí ni para nadie. Pero es posible.
Que estos párrafos sean un homenaje a los que lo han hecho posible. Quizá no llegaron a ser lo que un día soñaron -el amor marca barreras, crea limitaciones, gustosas, pero reales-, pero han llegado a algo mucho más grande. Y se lo merecen.